El fútbol es para mí una extraña enfermedad que se me instaló asumo desde que nací, o cuando tuve uso de razón, o cuando pasaban los partidos por la televisión, la verdad que ni me acuerdo. Lo curioso es que ya estando en la base tres muy pocas veces lo jugué en mi vida, y ahora no lo juego, porque no sé la razón que cuando voy a jugar me escogen último, supongo que lo hacen porque escogen según el orden alfabético… pero del alfabeto arameo. Pero lo que no fui bueno con los pies, lo soy bueno en el Play Station.
A pesar de eso, no hay fin de semana que no vea al menos un partido, siempre pendiente de los resultados de los diversos torneos, comentar los blogs pertinentes, los programas, los diarios, las noticias, las historias, las tertulias con mi papá, los compañeros de estudio, de trabajo, con todo aquel que esté infectado del bendito virus futbolibiris fanaticus. Pero dentro de todo siempre hay que agradecer a Dios por que hizo que el hombre inventara tan hermoso deporte, y que bendiga siempre a quien lo inventó. Asumo que tremendo de genio debe estar a la diestra de nuestro Señor. Deberíamos exigir que lo beatifiquen, canonicen y santifiquen.
A continuación daré a conocer cómo el fútbol influye en mi vida, cómo es que me vuelve loco cada vez que veo mi partido y algunas experiencias cuando he ido al estadio a presenciar un partido de fútbol. Pero antes haré una breve mención de cómo este enigmático deporte altera mis estados emocionales. Sí señor. Desde el llanto despavorido, hasta la euforia taquicárdica; de la iracunda rabia, hasta hablar solo frente a una pantalla de TV como un DT dando indicaciones. De repente otros aspectos, como el entablar diálogo con perfectos desconocidos dentro de un estadio al momento de un partido; saltar abrazados celebrando un gol con otro perfecto desconocido como sucedió en el estadio de Sullana que una chica horrible que le apestaba las axilas se me pegó; ser el pushing ball de mi mamá cuando me extralimito viendo un partido, y vaya que tiene buena pegada mi madre; pintarme la cara, cantar y saltar en la barra brava; salir en la televisión todo eufórico en primera plana; ser el primero de la fila para ingresar al estadio cuando fue la Copa America acá; cuando casi me someten a un examen de alcoholemia por llegar con resaca al estadio y mucho más. A lo mejor este comportamiento responde a una herencia genética de mi padre, al menos en la euforia de gritar un gol. Pues uno de los recuerdos más recónditos y añejos data desde la clasificación de Perú a España 82, así es chibolos, yo si vi a Perú clasificar un mundial y lo vi jugar en el mundial, y ustedes aún no, ¡Jojolete! Recuerdo ver gritar a mi padre el gol de Uribe y el de La Rosa en el místico Centenario de Montevideo, saltando de euforia en el sofá, y alterándome los nervios a mí. Claro era un ñaño de 4 o 5 años en aquel entonces, y el solo hecho de ver demasiada explosión eufórica asusta a cualquier bebé. Al final del partido salir en el carro con mi papi, mami y mi hermana Regina a festejar esos triunfos en la caravana, era una gran conmoción social festejar esos triunfos, tanto así que ahorita se me eriza la piel y se me inundan los ojos de recordarlo. Después de eso, recuerdo el grito de gol de mi papá cuando ‘panadero’ Díaz hace el gol de empate ante la Italia campeona del 82, y si bien no vi el gol en vivo y en directo recuerdo muy bien la repetición, con esa tímida “R” de Replay que aparecía en el rincón superior de la pantalla –eso eran los grandes avances tecnológicos de la industria televisiva de aquel entonces.- Una vez regresaba a casa del colegio, y sintonizando la tele veía el partido que Italia elimina a Brasil, y de pronto ese sentimiento sudamericano de hinchar por Brasil, me hizo entrar en llanto al ver que Brasil perdía el partido, y que me encolerice gritando frente al televisor reclamando por qué no jugaba Pelé. Ese episodio melodramático de tragedia griega, debió ser las primeras manifestaciones de mi enfermedad por el fútbol. Desde allí la selección de Italia me caía mal, hasta que campeonó el mundial y terminé haciendo hincha de la ‘Azurri’ por dos razones, porque me parecía increíble ver que un jugador de ese equipo también se llamase Giancarlo, bueno a esa edad no tenia ni la más remota idea de que mi nombre y mi apellido eran italianos, y la otra razón porque la final se jugó el día de mi cumpleaños. De esa final lo único que recuerdo ver un equipo de camiseta azul dando la vuelta olímpica, porque el partido ni lo asunte porque estaba más desesperado por abrir los regalos y jugar con mi juego de fútbol que me habían regalado. Sí era un juego de fútbol, cuyo nombre no lo recuerdo, que tenía una alfombra verde plástica que era la cancha, dos arcos, dos pelotas que tenían una mitad pintada de blanco y la otra de rojo, los jugadores que les machucabas la cabeza y pateaban la pelotita, dos equipos Perú y España; era una revelación ese juego en esa época. A pesar de que no soy un jugador pelotero de barrio, muchos cumpleaños la pase peloteando con mis amiguitos estrenando mi pelota nueva. Si me hubiesen regalado una pelota cuadrada fácil hubiese sido un Maradona, Pelé o qué sé yo.
El verdadero disfrute del fútbol se vive en esos magníficos templos llamados estadios. Aunque, la primera vez que fui a un estadio fue una experiencia muy decepcionante. Fui con mi tío ‘Nacho’ y mis primos a ver un partido de la liga de Piura, dos equipos que no recuerdo sus nombres, y me di cuenta lo radicalmente distinto que es ver un partido de fútbol en la tele que en el estadio. Me pasé buscando por donde iba a salir el marcador y el tiempo del partido tal como se ve en la tele, no escuché a ningún narrador ni mucho menos un comentarista, esperé en vano los anuncios publicitarios que se ven en la pantalla, y como esa vez el estadio estuvo vacío tampoco se escuchaba la euforia de los espectadores. Y como si fuese poco ese partido quedó empatado a cero. Por obra gracia del Señor, no fue mi última vez. Mi papá me llevaba a ver los partidos del Atlético Grau de Piura, que espero algún día ascienda, y esos partidos si que convocaba las grandes muchedumbres, y la pasión se vive en cada latido del corazón, en cada gota de sangre que circulan por las venas.
Pero mi verdadera pasión no la enciende el Atlético Grau, la enciende mi Alianza Lima. Aunque en una corta etapa de mi vida, y cuando tenia entre 9 y 10 años, yo simpatizaba por la U, pero en Alianza veía un juego más alegre, más pícaro, más vistoso, una identidad futbolística, un folklore, una misticidad o acto de magia que me hizo abrir los ojos y ver que mi corazón tiñe de azul y blanco; y fue un romance que se aferró mucho más cuando sufrimos la desaparición de todo un equipo que ya tenía la mesa servida para campeonar en 1987, aquella tragedia me dolió en el alma, y comprendí que ser aliancista, va más allá que una simple simpatía por un equipo, es un sentir, un sufrir, un morir y volver a vivir; un renacer y volver a creer; es algo que ningún hincha de cualquier otro equipucho jamás lo tendrán, ni mucho menos lo comprenderán (entendieron gayinas). Alianza es el sentir y sufrir de un pueblo, de la gente que lucha y de los que nunca pierden la fe. Alianza simplemente es la fiesta del pueblo. Y cuando voy al estadio a ver mi Alianza, vivo por dentro una fiesta aparte. Siempre me gusta llegar temprano y ver como la fiesta de poco en poco se va armando, el aliento de la barra, el equipo haciendo el trabajo precompetitivo, la euforia de ver al equipo salir a la cancha, el pitazo inicial, y el gritar el gol. En el estadio cuando he gritado un gol, siento que lo grito tan fuerte, que me deja una sensación temblorosa en mi cuerpo, acompañado de una alteración de la presión sanguínea, varias veces sentí que mi vista se nublaba levemente.
Una vez unos amigos de la universidad se juntaron para formar un equipo de fútbol, para un campeonato libre dentro de la misma universidad, y que coincidencia que al final, cuando ya se había completado la lista de jugadores participantes, me llamaron. Pero para ser el delgado, diga el delegado del equipo que era el único y último cupo que faltaba por llenar en la ficha de inscripción. Y a la vez terminé fungiendo de director técnico del equipo, del Sporting Chamaco. Claro que no hacíamos rutina de entrenamientos, pero mi labor era estar presente en las reuniones de coordinación de fixture, programación de partidos. Y a la hora del partido me encargaba de entregar la lista de titulares y suplentes al veedor, y me colocaba a la altura del centro de la cancha a fumarme una cajetilla de cigarros durante los 90 minutos del partido y dar “indicaciones”, que en realidad era gritar ‘suban’, ‘bajen’, ‘corran’; obviamente que adornado de una exquisita armonía de lisuras y mentadas de madre. El equipo iba bien en la fase de grupos hasta que llegamos al partido que nos definía la clasificación a cuartos de final, todos llegamos borrachos al partido y obviamente nos sacaron la entre put…
Así es el fútbol, tan maravilloso como la vida misma, llena de emociones, frustraciones, triunfos y fracasos; un fenómeno de trascendencia social, dicen que la FIFA tiene más presencias en países que la misma ONU, por algo no se le denomina como el deporte rey. Si ya se llenan estadios en Estados Unidos, uno de los pocos países del primer mundo que se mantuvo reacio a este deporte por años, ¿Qué hubiese pasado si la Unión Soviética hubiese ganado alguna vez un mundial, los estadounidenses no hubiesen invertido en hacer del fútbol (mal llamado soccer por ellos) el deporte rey en el país del tío Sam? Para adivinos. En fin las emociones que éste invita, son tan ricas, que hace que cada día esté pendiente de cualquier partido de futbol, así sea la pichanga de barrio, la definición del campeonato de la liga del cerro Jililí, la liga nacional, el futbol argentino y toda su contagiante parafernalia, las grandes ligas mundiales y el mundial. Vivir, soñar, respirar, comer, cagar fútbol no sé si es mi pasión, mi locura o mi enfermedad; pero si es mi enfermedad espero que ningún mortal se atreva a curarme. Y como si fuera poco para el próximo mundial ya se anunció que la final se juega el 11 de julio, el día de mi cumpleaños.
A pesar de eso, no hay fin de semana que no vea al menos un partido, siempre pendiente de los resultados de los diversos torneos, comentar los blogs pertinentes, los programas, los diarios, las noticias, las historias, las tertulias con mi papá, los compañeros de estudio, de trabajo, con todo aquel que esté infectado del bendito virus futbolibiris fanaticus. Pero dentro de todo siempre hay que agradecer a Dios por que hizo que el hombre inventara tan hermoso deporte, y que bendiga siempre a quien lo inventó. Asumo que tremendo de genio debe estar a la diestra de nuestro Señor. Deberíamos exigir que lo beatifiquen, canonicen y santifiquen.
A continuación daré a conocer cómo el fútbol influye en mi vida, cómo es que me vuelve loco cada vez que veo mi partido y algunas experiencias cuando he ido al estadio a presenciar un partido de fútbol. Pero antes haré una breve mención de cómo este enigmático deporte altera mis estados emocionales. Sí señor. Desde el llanto despavorido, hasta la euforia taquicárdica; de la iracunda rabia, hasta hablar solo frente a una pantalla de TV como un DT dando indicaciones. De repente otros aspectos, como el entablar diálogo con perfectos desconocidos dentro de un estadio al momento de un partido; saltar abrazados celebrando un gol con otro perfecto desconocido como sucedió en el estadio de Sullana que una chica horrible que le apestaba las axilas se me pegó; ser el pushing ball de mi mamá cuando me extralimito viendo un partido, y vaya que tiene buena pegada mi madre; pintarme la cara, cantar y saltar en la barra brava; salir en la televisión todo eufórico en primera plana; ser el primero de la fila para ingresar al estadio cuando fue la Copa America acá; cuando casi me someten a un examen de alcoholemia por llegar con resaca al estadio y mucho más. A lo mejor este comportamiento responde a una herencia genética de mi padre, al menos en la euforia de gritar un gol. Pues uno de los recuerdos más recónditos y añejos data desde la clasificación de Perú a España 82, así es chibolos, yo si vi a Perú clasificar un mundial y lo vi jugar en el mundial, y ustedes aún no, ¡Jojolete! Recuerdo ver gritar a mi padre el gol de Uribe y el de La Rosa en el místico Centenario de Montevideo, saltando de euforia en el sofá, y alterándome los nervios a mí. Claro era un ñaño de 4 o 5 años en aquel entonces, y el solo hecho de ver demasiada explosión eufórica asusta a cualquier bebé. Al final del partido salir en el carro con mi papi, mami y mi hermana Regina a festejar esos triunfos en la caravana, era una gran conmoción social festejar esos triunfos, tanto así que ahorita se me eriza la piel y se me inundan los ojos de recordarlo. Después de eso, recuerdo el grito de gol de mi papá cuando ‘panadero’ Díaz hace el gol de empate ante la Italia campeona del 82, y si bien no vi el gol en vivo y en directo recuerdo muy bien la repetición, con esa tímida “R” de Replay que aparecía en el rincón superior de la pantalla –eso eran los grandes avances tecnológicos de la industria televisiva de aquel entonces.- Una vez regresaba a casa del colegio, y sintonizando la tele veía el partido que Italia elimina a Brasil, y de pronto ese sentimiento sudamericano de hinchar por Brasil, me hizo entrar en llanto al ver que Brasil perdía el partido, y que me encolerice gritando frente al televisor reclamando por qué no jugaba Pelé. Ese episodio melodramático de tragedia griega, debió ser las primeras manifestaciones de mi enfermedad por el fútbol. Desde allí la selección de Italia me caía mal, hasta que campeonó el mundial y terminé haciendo hincha de la ‘Azurri’ por dos razones, porque me parecía increíble ver que un jugador de ese equipo también se llamase Giancarlo, bueno a esa edad no tenia ni la más remota idea de que mi nombre y mi apellido eran italianos, y la otra razón porque la final se jugó el día de mi cumpleaños. De esa final lo único que recuerdo ver un equipo de camiseta azul dando la vuelta olímpica, porque el partido ni lo asunte porque estaba más desesperado por abrir los regalos y jugar con mi juego de fútbol que me habían regalado. Sí era un juego de fútbol, cuyo nombre no lo recuerdo, que tenía una alfombra verde plástica que era la cancha, dos arcos, dos pelotas que tenían una mitad pintada de blanco y la otra de rojo, los jugadores que les machucabas la cabeza y pateaban la pelotita, dos equipos Perú y España; era una revelación ese juego en esa época. A pesar de que no soy un jugador pelotero de barrio, muchos cumpleaños la pase peloteando con mis amiguitos estrenando mi pelota nueva. Si me hubiesen regalado una pelota cuadrada fácil hubiese sido un Maradona, Pelé o qué sé yo.
El verdadero disfrute del fútbol se vive en esos magníficos templos llamados estadios. Aunque, la primera vez que fui a un estadio fue una experiencia muy decepcionante. Fui con mi tío ‘Nacho’ y mis primos a ver un partido de la liga de Piura, dos equipos que no recuerdo sus nombres, y me di cuenta lo radicalmente distinto que es ver un partido de fútbol en la tele que en el estadio. Me pasé buscando por donde iba a salir el marcador y el tiempo del partido tal como se ve en la tele, no escuché a ningún narrador ni mucho menos un comentarista, esperé en vano los anuncios publicitarios que se ven en la pantalla, y como esa vez el estadio estuvo vacío tampoco se escuchaba la euforia de los espectadores. Y como si fuese poco ese partido quedó empatado a cero. Por obra gracia del Señor, no fue mi última vez. Mi papá me llevaba a ver los partidos del Atlético Grau de Piura, que espero algún día ascienda, y esos partidos si que convocaba las grandes muchedumbres, y la pasión se vive en cada latido del corazón, en cada gota de sangre que circulan por las venas.
Pero mi verdadera pasión no la enciende el Atlético Grau, la enciende mi Alianza Lima. Aunque en una corta etapa de mi vida, y cuando tenia entre 9 y 10 años, yo simpatizaba por la U, pero en Alianza veía un juego más alegre, más pícaro, más vistoso, una identidad futbolística, un folklore, una misticidad o acto de magia que me hizo abrir los ojos y ver que mi corazón tiñe de azul y blanco; y fue un romance que se aferró mucho más cuando sufrimos la desaparición de todo un equipo que ya tenía la mesa servida para campeonar en 1987, aquella tragedia me dolió en el alma, y comprendí que ser aliancista, va más allá que una simple simpatía por un equipo, es un sentir, un sufrir, un morir y volver a vivir; un renacer y volver a creer; es algo que ningún hincha de cualquier otro equipucho jamás lo tendrán, ni mucho menos lo comprenderán (entendieron gayinas). Alianza es el sentir y sufrir de un pueblo, de la gente que lucha y de los que nunca pierden la fe. Alianza simplemente es la fiesta del pueblo. Y cuando voy al estadio a ver mi Alianza, vivo por dentro una fiesta aparte. Siempre me gusta llegar temprano y ver como la fiesta de poco en poco se va armando, el aliento de la barra, el equipo haciendo el trabajo precompetitivo, la euforia de ver al equipo salir a la cancha, el pitazo inicial, y el gritar el gol. En el estadio cuando he gritado un gol, siento que lo grito tan fuerte, que me deja una sensación temblorosa en mi cuerpo, acompañado de una alteración de la presión sanguínea, varias veces sentí que mi vista se nublaba levemente.
Una vez unos amigos de la universidad se juntaron para formar un equipo de fútbol, para un campeonato libre dentro de la misma universidad, y que coincidencia que al final, cuando ya se había completado la lista de jugadores participantes, me llamaron. Pero para ser el delgado, diga el delegado del equipo que era el único y último cupo que faltaba por llenar en la ficha de inscripción. Y a la vez terminé fungiendo de director técnico del equipo, del Sporting Chamaco. Claro que no hacíamos rutina de entrenamientos, pero mi labor era estar presente en las reuniones de coordinación de fixture, programación de partidos. Y a la hora del partido me encargaba de entregar la lista de titulares y suplentes al veedor, y me colocaba a la altura del centro de la cancha a fumarme una cajetilla de cigarros durante los 90 minutos del partido y dar “indicaciones”, que en realidad era gritar ‘suban’, ‘bajen’, ‘corran’; obviamente que adornado de una exquisita armonía de lisuras y mentadas de madre. El equipo iba bien en la fase de grupos hasta que llegamos al partido que nos definía la clasificación a cuartos de final, todos llegamos borrachos al partido y obviamente nos sacaron la entre put…
Así es el fútbol, tan maravilloso como la vida misma, llena de emociones, frustraciones, triunfos y fracasos; un fenómeno de trascendencia social, dicen que la FIFA tiene más presencias en países que la misma ONU, por algo no se le denomina como el deporte rey. Si ya se llenan estadios en Estados Unidos, uno de los pocos países del primer mundo que se mantuvo reacio a este deporte por años, ¿Qué hubiese pasado si la Unión Soviética hubiese ganado alguna vez un mundial, los estadounidenses no hubiesen invertido en hacer del fútbol (mal llamado soccer por ellos) el deporte rey en el país del tío Sam? Para adivinos. En fin las emociones que éste invita, son tan ricas, que hace que cada día esté pendiente de cualquier partido de futbol, así sea la pichanga de barrio, la definición del campeonato de la liga del cerro Jililí, la liga nacional, el futbol argentino y toda su contagiante parafernalia, las grandes ligas mundiales y el mundial. Vivir, soñar, respirar, comer, cagar fútbol no sé si es mi pasión, mi locura o mi enfermedad; pero si es mi enfermedad espero que ningún mortal se atreva a curarme. Y como si fuera poco para el próximo mundial ya se anunció que la final se juega el 11 de julio, el día de mi cumpleaños.