jueves, 15 de noviembre de 2007

Qué dolor de estómago

A veces en la vida a uno le sucede taaaannntas anécdotas que es difícil decidir por cual empezar, o por la más light o por la más engorrosa. Voy a ser responsable de lo que voy publicar ahora, porque sinceramente eso no se lo deseo a nadie. Tampoco sean mal pensados, no es nada del Orinoco, ni de ultratumba. En fin lo que pasó quizás es muy común entre los bebés recién nacidos, o en ancianos con muchas complicaciones.
Cursaba tercero de media en el San Ignacio, no recuerdo que día de la semana era, pero estaba en clases de matemáticas con una profesora practicante a la que le hacían la vida imposible, pobre chica. A lo mejor reflexionó que la educación secundaria no era su vocación o que por favor le toque un trabajo en un colegio de mujeres o en cualquier grado de secundaria menos tercero. También recuerdo que era el penúltimo bloque de clases.
Yo en clases era un alumno de los comunes, no era malcriado y tampoco fui callado, quizá un poco relajado y chacotero. El reloj marcaba que tan sólo restaban 10 minutos para el último recreo, la profesora matando lo que quedaba de tiempo atendiendo las "dudas" de uno u otro alumno, y yo celebrando las payasadas al resto de la clase. De pronto una sensación terrible se adueño de mi vida por esos instantes, un escalofrío intenso acompañado de un dolor de estómago terrible que terminó por cambiarme de ánimo por completo. Me sentía, no mal, sino remal. Esos últimos diez minutos de clase los pase ¡horriiiible oe! Llegó el recreo y tuve que ceder mi puesto en el equipo de basket ( en esas épocas era lo que jugaba en los recreos, aunque no lo crean) y me fui al baño y no pasaba nada, es más el dolor era más intenso. Pasaron los 15 minutos de recreo y yo no pude ni aliviarme del malestar, ni cagar.
Las últimas dos horas de clases eran de Historia con el polémico profesor Murguía. Yo en mi carpeta retorciéndome de dolor mientras él avanzaba con su dictado de clases. El profesor advirtió mi malestar me vio pálido y me envió a enfermería donde el popular Carlos Palacios, que de pronto me dijo que fuera al baño, me atendía. Pero la misión de ir al baño no cumplió con sus objetivos. Yo seguía estreñido, pálido, sudando frío y con un dolor de wata de los mil demonios. Regresé a la enfermería y quedé recostado en la camilla oliendo alcohol que estaba remojado en un algodón. De un momento a otro se apareció por la enfermería el "gran" Sixto uno de los auxiliares de todo tercer grado, al que muchos -incluyéndome- le hacíamos la vida imposible. Al darse cuenta de lo jodido que me encontraba, se burlaba de mí con cierto aire de venganza, como si mi desgracia hubiese sido destino de una acto de justicia "divina" el cual yo merecía por burlarme de él cada vez que entraba al salón.
Las horas pasaron y el timbre de salida sonó, y yo dentro de mis dolencias sentía que se encendía la luz en el fondo del túnel y que pronto me iba hallar en el apocentro del alivio deshaciéndome de mis torturas. Subí al salón y me di con la agradable sorpresa que habían castigado a todos a quedarse sentados media hora más, seguro alguna pendejada de la que todos fueron cómplices produjo este castigo. Yo sentía que esa luz se volvía apagar y que lo único que me faltaba era quedarme castigado en el salón por culpa de una payasada la cual yo no fui partícipe. Gracias a Dios el profesor comprendió mi estado de animo y me dejó irme a casa.
Mi primo Juan Ramón, que también curso el tercero de media en el mismo salón conmigo, me dijo que le dijera a Cucho, su chofer, que regrese después por él. Y claro, eso para mí no era ningún inconveniente, a las finales Cucho nos hacia la movilidad a los dos. Cuando salí del colegio me di con otra "agradable sorpresa" Don Cucho no estaba esperándonos. Justo ese día en ese momento y en las circunstancias en que me hallaba, Cucho no estaba. Miré al cielo buscando una solución y por allí un compañero aceptó mi solicitud de darme un "aventón" para llegar a mi casa, pero me advirtió que él doblaba en la calle Arequipa porque se iba al Santa María a recoger a su hermana ( como sabrán en esos días no existía el cuarto puente).
Confieso haber sentido un ligero alivio mientras el carro, donde iba yo, cursaba su destino. Cuando llegamos al cruce de la Calle Arequipa con la Av. Sánchez Cerro abandoné el carro y me heché andar hacia mi querida casa, pues estaba a unas seis cuadras de mi casa - en realidad es cerca- pero los retortijones me hicieron sentir que mi casa quedaba al costado del fin del mundo.
Iba caminando solo, los dolores me seguían torturando, sentía un intenso escalofrío por todo el cuerpo, cada vez mi andar se hacía más lento y el dolor más intenso; que suplicio, peor que una pesadilla... que digo peor si lo peor (válgame la redondancia... perdón la redundancia) estaba a punto de suceder. Llegando a la esquina de la calle Junín con Sánchez Cerro, por fin llegó el final de mi delirio; pero de la manera menos auspiciosa que ustedes se puedan imaginar. El dolor se calmó, pero tuvo que dejar una factura muy cuantiosa en vergüenza, el peor de los roches; ese día, a mis 15 años, quise que el mundo dejara de existir, que la tierra se abra y yo caerme solo en un profundo abismo sin fin. El viento helado que sentía mientras yo caminaba me jugó la peor de las jugadas, la más cruel de las humillaciones; pues esa sensación helada que entraba en mi cuerpo se apoderó de mi esfínter y dejo escapar una hedionda sobrecarga que se depositó en mi calzoncillo. Tuve que llegar a casa con una asqueroso sobrepeso, y como si fuera poco también tuve cargar dentro de mi toda esa humillación, esa vergüenza, el fastidio, la desesperación. Créanme que en ese instante deseaba no tener absolutamente a nadie cerca de mí y no me quedaba otra que esperar ver con prontitud la puerta de mi casa. En ese momento sentí que lo peor de mi vida me había sucedido; cuando entré a mi casa subí de frente al baño y terminé de descargar las últimas "réplicas" de mi desastre, botar mi calzoncillo y llorar por tamaña humillación. En mí pensaba, qué habría pensado la gente que transitaba en ese momento a mi lado, y tanta desgracia se me ocurría. Pero cuando salí del baño reflexioné que no todas esas personas habrán sospechado yo había sido el autor intelectual de tan hediondo olor, con tanto transeúntes caminando, y por lo pronto mi ánimo mejoró y el dolor desapareció.
Recita un dicho popular y coloquial, del celebérrimo poeta, escritor y autor, y gran amigo mío, "Anónimo" -les sugiero que si no les gusta el dicho no lo lean-: "Es feo morir sin haber amado, pero más es feo es cagar sin haber almorzado"

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